Sobre la Puerta de San Juan, en el interior de la
Catedral de León, cuelga un extraño pellejo oscuro. Es el «
topo maligno», el responsable de que las obras del templo sufrieran mil y un contratiempos y se vieran continuamente retrasadas, según la tradición leonesa.
El topillo minaba los cimientos de la Catedral de Santa María de Regla por la noche, echando abajo los trabajos realizados por los canteros durante el día. Cuentan que los leoneses salieron una noche en su búsqueda (o pusieron una enorme trampa en el subsuelo, según la versión de la leyenda que se cite). El caso es que lograron atrapar al enorme animal, al que dieron muerte y colgaron su pellejo en la pared, quizá como testimonio o advertencia.
Pies de barro
«Estas leyendas suelen tener un trasfondo realista que se sintetiza sabiamente con un símbolo», explica Máximo Gómez Rascón, director del
Museo de la Catedral de León. En este caso, el topo es una metáfora de los avatares arquitectónicos que ha sufrido esta colosal construcción gótica, amenazada siempre por la inseguridad. «Fue el primer edificio que se declaró Monumento Nacional en España dada la emergencia de las obras que requería», recuerda Gómez Rascón.
Ya desde sus inicios en el siglo XIII hubo problemas causados por la mala calidad de los cimientos. En el mismo solar se había levantado antes la antigua catedral, sobre el palacio del rey Ordoño II y éste a su vez sobre unas antiguas termas romanas. «Parte de los fallos tienen su origen en los hipocaustos del siglo II de las termas romanas», señala Gómez.
«La acumulación de humedades y la filtración de aguas ocasionaron graves inconvenientes a los maestros», apunta Narciso Casas en «
Historia y Arte de las Catedrales de España». A esto se sumó la
deficiente calidad de la piedra con la que se construyó el templo, de material poroso que se corrompe con el frío, la humedad y el hielo, y el
desafío que presentaba
su atrevido diseño, con sus formas ligeras y sus enormes ventanales.
«Tuvo una vida muy accidentada sobre todo desde el siglo XV, que se agravó desde la época de
Felipe IV», comenta Gómez Rascón. Ya a finales del siglo XIV hubo que construir la «
silla de la reina», obra del maestro Jusquín, porque se resintió el
hastial sur, al desequilibrarse los pilares torales.
En 1631 se derrumbaron parte de las bóvedas de la nave central y
Juan Naveda, arquitecto de Felipe IV, cubrió el crucero con una gran cúpula «rompiendo los contrarrestos del sistema gótico, tan distintos de los del barroco», según Casas. Aquello ocasionó que el hastial tuviera que ser reedificado en 1694.
La catedral se vio afectada por el terremoto de Lisboa de 1755, de forma especial las vidrieras, aunque los mayores temores se vivieron en el siglo XIX. En 1857 comenzaron a caer de nuevo piedras de las bóvedas. El peligro de hundimiento se hacía más inminente. Un informe de la Junta General del Reino de 1876 advertía de las amenazas que se cernían sobre el edificio por la descomposición de la piedra, la erosión y el paso del tiempo. «Todo este conjunto de fatales circunstancias hace fundamentalmente temer que este edificio, maravilla del arte, admiración de propios y extraños, no sea en breve más que un montón de escombros», señalaba el documento del siglo XIX.
Hasta 1901, la Catedral estuvo cerrada, mientras se realizaban grandes obras de restauración, en las que incluso tuvieron que desmontar y volver a construir algunas partes.
Aún hoy se suceden percances, como el
desprendimiento de parte de una cornisa el pasado enero. Según señala la web de la catedral, «en las últimas décadas se está trabajando con gran intensidad en el tratamiento de la piedra, sin que haya transcurrido el tiempo suficiente para acreditar la eficacia de estos intentos. Por ello nos preguntamos: ¿
Ha muerto, de verdad, el topo de la Catedral?».
Una tortuga laúd
Gómez Rascón relata cómo a principios de los años 90 bajaron por primera vez el pellejo del animal para llevarlo a una exposición que se iba a celebrar en Barcelona. «Lo bajamos para restaurarlo y se cayó el mito. Era claramente el
caparazón de una tortuga», recuerda el experto, que añade cómo según confirmaron investigadores de la Universidad de León, «es una
tortuga laúd, que
hasta el siglo XIX abundaba en el norte de España, en el Cantábrico».
«A lo mejor tenemos por aquí alguna laguna subterránea», ironiza Gómez Rascón.
Quién llevó la tortuga a la catedral y quién la colgó allí continúa siendo un misterio. «Probablemente» fue una
ofrenda de alguna persona a la catedral, señala el director del Museo, aunque «no hay por qué recurrir a ultramarinos» y pensar que un indiano la trajo de América, como en el caso del
cocodrilo que cuelga en la iglesia de Medina de Rioseco. En este caso, bien podría haber sido capturada en el Cantábrico. «Hoy no se entendería, pero hubo un tiempo en el que se traían este tipo de cosas tras largos viajes porque resultaban muy exóticas», explica.
«Lo cierto es que colgada como estaba y vista desde abajo, parecía la piel de un topo gigante. Nadie se imaginó que fuera una tortuga», asegura Gómez Rascón. Quien colgara el caparazón en la pared de la catedral sabía de qué animal se trataba, pero este experto cree que posiblemente «desde el principio fue presentado como el topo» o muy pronto se dijera que lo era. Las referencias más antiguas que se tienen sobre el animal hablan de un topo.
El director del Museo sospecha que el bicho es «coetáneo de la gran restauración de la catedral» porque el hastial donde fue colgado «no tiene cien años». «Esos muros se modificaron», recuerda, aunque admite que bien podría haber estado antes en otro lugar de la catedral y haber sido luego puesto allí. «Quién sabe».
Los restos de la tortuga fueron restaurados en Madrid antes de ser expuestos en Barcelona y a su vuelta a León fueron de nuevo colgados en su lugar. «A la gente le da igual que sea una tortuga, no influye para nada», asegura Gómez. Las termas romanas en sus cimientos, la construcción accidentada del edificio, aquel bicho colgado en la pared... «todo cuadraba para que fuera un topo, era una lógica muy bien vinculada al lugar», dice antes de recordar una anécdota que le sucedió a él hace un tiempo y que muestra la importancia que puede tener en el imaginario colectivo la historia del topo.
«Era un día de agosto y estábamos cerrando. Salía ya de la catedral, cuando vi a una señora que me suplicó que le concediera unos minutos para enseñar el topo a sus hijas. Les acompañé y les conté toda la historia y cuando acabé y les dije que era una leyenda, que en realidad era una tortuga, la señora me increpó: "¡Así destruye usted la fe de mis hijas!"».