Antes
de que fuera señalado por la izquierda española como
un «museo de los horrores» el Valle de los Caídos
era, descontados los museos, el monumento del Estado más
visitado de España. Ahora, colocado en el centro de
una virulenta polémica política, ha pasado a ser el
tercero en el ranking.
Un sábado
cualquiera por la mañana. Centenares de personas
entran y salen de la Basílica y deambulan por el
interior mirándolo todo. Son en su mayoría hombres y
mujeres de 30 ó 40 años, parejas con hijos pequeños
y veinteañeros con aspectos variadísimos. Rodean el
altar sin prestar casi atención a la tumba de José
Antonio Primo de Rivera pero deteniéndose todos largo
rato ante la lápida de granito en la que pone
Francisco Franco. Los mayores de 50 guardan un
especial silencio al pasar ante la lápida. Uno de
ellos puede incluso que esté rezando. El resto parece
sentir sólo una vaga y lejana curiosidad ante lo que
tiene delante. Todo esto sucede después de que los
monjes benedictinos que guardan el Valle de los Caídos
y atienden al culto de la Basílica concelebraran la
Misa, todos alrededor del altar presidido por un magnífico
Cristo clavado en un tronco de enebro que Franco eligió
personalmente entre los que había en el monte y a
cuya corta también asistió.
Porque
resulta que este impresionante monumento sí que tiene
la huella indeleble de Franco. Y no porque el general
tenga allí otra presencia que la de sus puros huesos
guardados bajo la lápida con su nombre. Tiene la
huella de Franco porque fue él quien ideó que
hubiera un Valle de los Caídos; fue él quien eligió
personalmente el lugar donde había de levantarse el
monumento; él quien supervisó directísimamente el
proyecto, las obras, las esculturas de Juan de Ávalos
–un republicano con carné de las Juventudes
Socialistas– y hasta el diseño de la gigantesca
cruz de piedra de 150 metros que preside la abadía. Y
fue también Franco quien definió su cometido. Por
eso es imposible, históricamente hablando, desligar
el nombre de Franco del Valle de los Caídos. Ésta es
su obra, sencillamente.
Desde 1937,
mucho antes de que ganara la Guerra Civil, Franco tenía,
según cuenta Diego Méndez, uno de los dos arquitectos del
Valle, la obsesión de levantar un monumento con el que «honrar
a los muertos cuanto ellos nos honraron». Desde luego, en
aquel momento Franco estaba pensando en honrar a sus
muertos, a los de su bando. Y eso queda claro en el decreto
del 1 de abril de 1940, al año de terminada la guerra, que
dispone que «se levante un templo grandioso [...] en el que
reposen los héroes y mártires de la Cruzada».
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Pero 18 años
después las cosas ya eran de otra manera. En 1958, un año
antes de su inauguración, los gobiernos civiles informaban
oficialmente a todos los ayuntamientos que el propósito del
monumento era «dar sepultura a cuantos cayeron en nuestra
cruzada, sin distinción del campo en el que combatieron,
[...] con tal de que fueran de nacionalidad española y de
religión católica» puesto que se trataba de sepultarles
en un lugar sagrado. E invitaban a que, quienes lo desearan,
llevaran a enterrar allí a los suyos. La segunda condición
para que los restos identificados fueran depositados en
Cuelgamuros fue que ello contara con el consentimiento pleno
de los familiares. A partir de 1958 empezaron a llegar a la
cripta de la basílica las primeras cajas.
Ahora mismo
la Basílica cobija en la cripta los restos identificados de
alrededor de 35.000 caídos en el frente y en las
retaguardias, la mayoría de los cuales, asegura el abad,
pertenecen al bando republicano. De los que faltan hasta
sumar la totalidad de los restos guardados allí, casi
100.000, procedentes la mayor parte de las fosas comunes
abiertas en los frentes de batalla, no se conocen las
identidades y sería hoy ya muy difícil su identificación.
Esta es la realidad demostrable y documentada de los muertos
en la Guerra Civil española que descansan en este Valle de
los Caídos, objeto hoy de tan agria polémica.
Por lo que
se refiere a los presos políticos que construyeron el
Valle, estos son los datos. Durante los casi 19 años que
duró su construcción trabajaron allí entre 800 y 1.000
presos políticos, nada de decenas de miles como quiere la
leyenda negra divulgada. Nunca acudieron en régimen de
trabajos forzados, como dice esa leyenda. Todo lo contrario:
para ir a trabajar a Cuelgamuros los reclusos políticos tenían
que solicitarlo oficialmente. Porque ocurría que las
perspectivas penales, económicas y personales eran mucho
mejores allí que en cualquier prisión.
En lo
personal, porque los presos fueron autorizados a llevar a
sus mujeres y a sus hijos, que se quedaron en muchos casos a
vivir con ellos. En lo penal, porque los reclusos políticos
podían redimir de dos a seis días de condena por cada día
de trabajo. Los primeros presos llegaron a finales de 1942,
dos años y medio después de comenzadas las obras, y al
terminar 1950 no quedaba ninguno porque todos habían
redimido ya sus penas y estaban en libertad. Muchos de
ellos, sin embargo, optaron por seguir en el Valle como
personal contratado. Y en lo económico porque las
condiciones de los presos políticos eran idénticas a las
de los trabajadores libres. Cobraban el mismo salario,
aunque a los reclusos se les retenían las tres cuartas
partes de la paga, un dinero que se les ingresaba en la Caja
Postal de Ahorros para entregárselo a sus mujeres e hijos,
si los tenían, o a ellos mismos cuando recuperaban la
libertad. Cobraban los «puntos» por cargas familiares, las
horas extraordinarias y estaban asegurados. Todo esto está
documentado, además de avalado por los testimonios directos
de quienes trabajaron allí.
Tampoco
existieron nunca esos miles de muertos en el tajo que cuenta
la leyenda negra ahora revivida y admitida como buena por
casi todos. En los casi 20 años que duró la construcción
se registraron exactamente 14 accidentes mortales. Y la
mayor parte de las víctimas, si no la totalidad, fueron
obreros libres que, por razón de la especialización de las
tareas, eran la mayoría de los que estaban allí
trabajando.
Ni siquiera
está claro que Franco quisiera ser enterrado en el Valle de
los Caídos, como se sostiene. El único testimonio
existente en ese sentido es el del arquitecto Diego Méndez
quien cuenta que, durante las obras, Franco le señaló a él
un lugar junto al altar mayor y le dijo: «Yo, aquí». Nada
más. No existe constancia escrita de este deseo ni nadie lo
supo nunca: ningún miembro de su familia, ni tampoco el
presidente del Gobierno. En los últimos días de la
enfermedad del general, Arias Navarro le preguntó a su hija
Carmen exactamente eso, y la respuesta fue «No».
Lo que sí
consta es que las obras para acondicionar una tumba al otro
lado del altar se realizaron a toda prisa estando el
dictador ya irremediablemente enfermo. Consta también, y
hay testimonio de ello, que a comienzos de los 70 Franco
envió a su mujer a visitar la cripta de la ermita del
cementerio de El Pardo, que está adornada por los mismos
artistas que participaron en la decoración del Valle de los
Caídos. Y consta que en esa cripta había una urna
funeraria con capacidad sobrada para dos cuerpos y que, una
vez enterrado Franco en Cuelgamuros, esa urna fue retirada.
Y, finalmente, consta que allí reposan ahora en solitario
los restos de su viuda, Carmen Polo.
Entre tantas
conjeturas y tanta leyenda, hay, eso sí, una certeza: la de
que el Valle de los Caídos es uno de los pocos lugares de
España donde la huella física de Franco existe todavía. Y
la de que sólo la destrucción del monumento, estilo Budas
de Bamiyán, sería capaz de borrarla.
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